domingo, 29 de julio de 2012

Desaparecer

A veces me gustaría desaparecer pero seguir existiendo. Ser invisible, de una historia transparente, pero a la vez corpórea.

Me gustaría deshacerme de este nombre, del que me fue asignado al nacer y del que yo misma he creado para mí. Si dicen que los nombres decretan el destino de sus portadores, sería bueno, también, negarme a ese glorioso destino que auguran mis nombres.

Me gustaría deshacerme de esta historia, de la que me ha arrastrado o la que he forjado para mí. De los aciertos, de los errores, de las casualidades, de las personas que me tienen en su base de datos, bajo alguna etiqueta cercana a lo extravagante. Si bien los apellidos, en esta cultura meztiza y tres veces revuelta por las guerras, no significan mucho, aún así, voluntariamente los dejaría.

Me gustaría borrarme, ser de nuevo la desconocida del mundo. Hace algunos años, mi círculo social era más reducido incluso que mis conocimientos sobre física cuántica. Hoy en día sigo sin saber nada de física cuántica, pero ya conozco (y me conoce) bastante gente. Antes me agobiaba el anonimato, nadie sabría dar con mi imagen sin las suficientes referencias. Ahora bastan dos o tres conexiones.

Difícilmente, al entrar en un nuevo círculo social, se es completamente desconocida. Siempre está el sexto grado de separación, el amigo del amigo, el excompañero, el exnovio de la amiga de mi amigo. Ya, al presentarme, doy con mi nombre la pista para que sepan quién soy. Basta ir al condenado Facebook. Que paranoia me da, como si tuviera en mi pasado algo oscuro que guardar. ¿O sí lo tengo?

Quisiera conocer a alguien sin que me ubicara de ningún lugar. Sin ser la amiga de fulana, la ex de sutano, la alumna de mengano. Difícil petición en una sociedad de un millón de habitantes, con clases sociales tan marcadas que parecen castas. Vivimos en un feudo post modernista, peor que en la edad media: hay las redes sociales, y su historia que nos devela, engrandece o condena.

lunes, 28 de mayo de 2012

Trains.



Gran parte de mi infancia la pasé con mis primos. Vivían en una  modesta casa frente a las vías del tren. Era un lugar pequeñito, tenía sólo tres habitaciones que componían la cocina, la sala y la recámara. Para entrar había que bajar tres escalones y agachar un poco la cabeza. En cuanto estaba dentro, el ambiente húmedo y fresco, característico de las casas de adobe, envolvían al visitante.

Recuerdo el barrio, los viejos cimientos de la ciudad, en tonos ocres y sepias. Las vias del tren curzanban todo el paisaje de horizonte a horizonte. Al costado de cada barra de metal interminable crecía el pasto, algunas veces verde, la mayoría del tiempo amarillo. El viento mecía o arrancaba las pinceladas amarillentas de vegetación, chiflaba entre las casitas y las espaldas del supermercado, levantaba tolvaneras. El recuerdo es cálido y placentero, ¡tierna infancia! Éramos tres chiquillos y una niña poco más grande que jugaban incansables en las vías del tren.

Jugabamos a las traes, a las escondidas, a las cebollitas. Aprendí a patinar, a hacer pasteles de lodo y a trepar árboles y muros. Pero lo mejor que aprendí fue a pedir deseos.

En ocasiones me quedaba a dormir con mis primos. Los cuatro nos acomodábamos amontonados en una camita. Tras un día completo de juego aún la noche no nos robaba la energía. Mi tía se cansaba de silenciarnos y primero ella caía dormida. La noche era absoluta, ni una luz, ni un albortante, iluminaban ese viejo y modesto barrio. Afuera se veían sólo las estrellas, en ocasiones la luna, iluminando las vías del tren.

Pero el sueño terminaba venciéndonos. Hasta que a media noche el terror me hacía presa. La casa, la frágil  y chiquita casita de adobe, se estremecía. La tierra toda vibraba. En la cocina, el trinchador temblaba de miedo como yo. Un ruido como de mil monstruos marchando se acercaba, entonces sonaba un estruendo de silbato y la marcha se hacía un traqueteo metálico.

"Es el tren, pasa a media noche" recuerdo que me dijo mi prima, la mayor. La recuerdo claramente, entre las sombras: yo cobijada hasta el cuello con una raída sábana de algodón, ella de lado con un dedo en sus labios haciendo seña de que guardara silencio y no temiera. "Es el tren, qué bueno que lo escuchas. ¿Lo escuchan ustedes? ¿Saben cuántos vagones tiene?"

Mis otros dos primos se despertaron, aguzaron el oído y lanzaron su apuesta "Treinta" "Veinte" "Lleva animales" "Carga herramientas" El traqueteo duraba y duraba.... Entonces mi prima, la mayor, me dijo el secreto: "Cuando pasa el tren puedes adivinar cuántos vagones tiene, entonces pide un deseo".

No recuerdo qué desée en las muchas ocasiones que trasnoché con ellos, pero esas memorias nocturnas aún siguen haciéndome sonreír. Ahora, si por la noche al salir del teatro escucho el tren venir a lo lejos, espero a ver su espectacular paso y a escuchar su silbido y traqueteo.

A veces cierro los ojos bien fuerte, como cuando era niña y tenía miedo, y escucho la voz de mi prima tranquilizándome. Entonces pido un deseo. "Vamos a ser niños todos de nuevo, a jugar en las vías del tren, a pedirle deseos, a estar los cuatro juntos. Regresa, prima, cuando vivías y todo era completa felicidad."