jueves, 2 de junio de 2011

Los años que pasarán

Es dificil para quienes no hemos estado dentro de la locura de una guerra, una en las formas tradicionalmente conocidas donde dos grupos perfectamente reconocibles se enfrentan, intentar adivinar las emociones que se viven dentro de ésta.

Las historias familiares cuentan que nuestra bisabuela vendía comida durante la revolución, que aprovechó las marchas de los ejércitos para ganar dinero. Mi abuela recuerda que platicaban de esto, ella no lo vivió. Para mi bisabuela la muerte rondaba a sus clientes y a ella misma, las tías la juzgan duramente por sus múltiples parejas y vida errante. Hoy no comprendemos las decisiones que se tomaban viviendo al día, sin más miras de sobrevivir el momento, de conseguir víveres, de evitar los campos de enfrentamiento.

Para la descendencia de esta desintegrada familia de comerciantes la muerte es algo extraño, es algo que sucede de vez en cuando en el hospital al tío abuelo, a la tía enferma, al primo alcohólico. Ver escenas sangrientas corresponde únicamente a la rama de los primos que optaron por la enfermería, contar historias de violencia es práctica de los tíos que frecuentan las cantinas.

Empero, una nueva generación vive un tiempo que le ha hecho ver la vida, la muerte y la violencia de una forma diferente. Cuando tenía alrededor de siete años vi dispararse por primera vez un arma: una pistola semiautomática de nueve milímetros. La víctima fue un tlacuache que osó invadir la cochera y provocó una rabieta de mi papá. La imagen ostentosa del arma, el sonido estridente y la imagen iluminada por los astros nocturnos del pobre animalejo muerto bastaron para estremecerme. Esa arma continúa en casa con el pretexto de la defensa del hogar. Varias veces llegué tomarla, mirándola con morbo y distante respeto, la consciencia de lo que dicho objeto podría causar a un ser humano me erizaba la piel. Esa sensación se esfumó hace tiempo, más o menos cuatro años.

Hoy, diariamente en mi regreso de la universidad hay un retén en el puente del vado, casi todos los oficiales -si es que lo son- cargan armas cuyo tamaño obedece proporcionalmente a su poder. Es una imagen de fastidio, de molestia, de permanecer en nuestro asiento treinta minutos a medio día en una temperatura de cuarenta grados centígrados mientras el tráfico fluye lentamente. Que aburrción son los retenes... Es una imagen de cotidiana aburrición, un peligro al que ya estamos habituados. He vuelto a tomar el arma en casa varias veces, cuando es tiempo de voltear el colchón bajo el que se esconde o de mover los muebles. No sé cuando se hizo más pequeña, mas insignificante, menos temible. No es el arma en sí, sino las vidas que puede quitar. ¿En qué momento se volvieron esas vidas más pequeñas e insignificantes?

Dentro de una década, cuando mi generación sea cabalmente profesionista y la vida diaria, la obligación de manterner una familia o de mantenernos a flote nosotros mismos nos arrastren a la monotonía, estaremos recordando estas épocas. Nos preguntaremos por qué hacíamos tanto aspaviento por nada, comentaremos entre bromas si recordamos cómo nos preocupaba salir de noche o ir a tal o cual zona de la comarca. En el desgaste diario iremos olvidando lo que sucedió, borraremos de nuestra memoria cómo uno a uno los comercios cerraron, cómo conocidos, amigos lejanos o cercanos desaparecieron o fueron asesinados en el momento y lugar equivocados, quedaremos en una absoluta ignorancia de lo que vivimos y solo repetiremos como anécdotas trilladas aquellas veces que sobornamos a militares o sus supuestos para que nos dejaran ir, o que escapamos al fuego cruzado de una balacera. Hasta que algún día nos preguntaremos si realmente sucedió.

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